Soñé que abría la cortina del cuarto de Merú y a menos de dos metros un muro de ladrillos rojos, adoquinados, chorreando cemento y mal pegados, se plantaba frente a la ventana por la que antes veíamos el atardecer.
Me desperté con el pecho encerrado. Así me he sentido desde que el edificio que construyen al lado de donde vivimos se eleva piso a piso y nos cierra la circulación de aire, la entrada de luz, la vista despejada.

¿Cómo nos acostumbramos a vivir así? Me lo pregunto por nosotros y por nuestros vecinos que desde su balcón ahora tienen un bloque de concreto como paisaje. También me lo pregunto para la humanidad ¿qué pasó para que nos pareciera normal vivir rodeados de monstruos de hormigón?
Supongo que, como todo, no fue de un día a otro sino que, como la aguja hipodérmica, fuimos sucumbiendo poco a poco a esa idea de progreso que nos ha vendido el capitalismo de que es chévere y necesario vivir en grandes ciudades amuñuñadas de habitantes, transeúntes, medios de transporte y rascacielos llenos de oficinas, tiendas y muchas opciones para todo.
“No es humano”, le dije a Miguel mientras veía a los trabajadores llevar cabillas y medir suelos recién puestos en departamentos de 25 metros cuadrados que venden como ideales para invertir.
Los veo tan cerca que escucho sus risas y puedo detallar la ropa que llevan puesta. Observo en silencio de este lado del vidrio, casi como una espía, tratando de adivinar si los pisos que faltan por construir nos censurarán la puesta del sol.
No quiero vivir así pero tampoco podemos mudarnos en este momento. Quizás esa es otra de las razones por la que nos acostumbramos: en un mundo donde cada vez es más difícil cumplir el sueño de la vivienda propia, vivimos donde podemos pagar vivir.
En la casa donde crecí las guacharacas me despertaban por la mañana y al salir de mi habitación la brisa del Caribe ya había tumbado nísperos y mangos que recogía para las meriendas.
Por las tardes, me sentaba a recibir el fresco en las escaleras o una silla de tejido plástico. Me gustaba ver el movimiento de las ramas de los árboles y allá a lo lejos, lo suficientemente cerca para escuchar un susurro, las olas reventando en el malecón.
En mis hogares de la adultez he visto por la ventana montañas y viñedos, un volcán a orillas de una lago, un bosque nativo en la patagonia, y ahora esta selva de concreto que por allá, casi como una referencia, me asoma una cordillera que atraviesa medio continente.




La vista despejada para verla, para ver el mar, eso sí debería ser a lo que nos acostumbramos.
Ojalá cumplirlo pronto.
Si quieres conversar, puedes responder a este mail o dejar un comentario en el post. También, puedes seguirme en mi Instagram.
Para recordar
Durante la pandemia nos cruzamos con Window swap, un sitio web que muestra videos de vistas desde ventanas del mundo. La gracia es que, además de ver lo que alguien ve muy lejos de ti, puedes subir tu propia vista.
En esta temporada de Radio Ambulante le dedican un capítulo, Viaje al fondo de la tierra, a un agujero enorme que de un momento a otro se abrío en plena Ciudad de Guatemala. Es una investigación que narra Melisa Rabanales, parte del equipo del podcast, en la que explica cómo el deterioro del alcantarillado de la ciudad puede ser la razón del hoyo.
Un Benito Pichilemu en su versión premavera-verano 2025 te agradece por leer Ojalá. En este botón puedes enviárselo a alguien más :)
Hermoso